10.13.2008

Crónica de un viaje en tren por el Far West

A bordo del “caballo de hierro” El California Zephyr es un legendario tren que va de Chicago a San Francisco por una de las rutas ferroviarias más bonitas de Estados Unidos. Su recorrido tiene casi cuatro mil kilómetros y atraviesa (en poco más de 51 horas) los estados de Illinois, Iowa, Nebraska, Colorado, Utah, Nevada y California. Por Mariana Lafont El California Zephyr es una experiencia inolvidable para todo tipo de gente: fanáticos de trenes, historiadores apasionados y exploradores sin prisa. En mi caso, siempre había querido viajar en tren en Estados Unidos, quizá porque todo el mundo me decía que no lo hiciera. La mayoría suele ir en avión porque el país es enorme (¡y lo es!) y no pueden perder tantas horas para ir de un punto a otro. Sin embargo, para “descubrir” un territorio, para explorarlo y conocer su geografía en detalle, lo ideal es ir en tren. Mi experiencia fue hallar “otro Estados Unidos”, uno que no tiene tanto apuro y donde el viaje mismo obliga a relacionarse con los demás pasajeros. La gente que se conoce es muy interesante: desde el clásico viajero amante del tren (que sabe el placer que brinda dejarse llevar) hasta alguna señora que nunca subió a un avión. Pero más allá del motivo que nos impulse a pasar más de dos días en un tren, una de las grandes ventajas es no tener que padecer la “psicosis de seguridad” que reina hoy en día en cualquier aeropuerto. Me parecía increíble subir a un medio de transporte de larga distancia sin que nadie me registrara y recordé lo bien que eso se sentía.



DENVER, UNION STATION


Esta hermosa y añeja estación fue erigida en 1881, pero en 1894 fue reconstruida a raíz de un incendio. Sus techos son elevados y en el amplio hall central hay antiguos asientos de madera con altos respaldos. El guarda nos indicó que fuéramos al andén y mientras éste me ayudaba con el equipaje vi que éramos pocos pasajeros. Además, el tren no había llegado de Chicago sino que partía de Denver, ya que habían cancelado el servicio por las grandes inundaciones en Iowa. Para completar un día atípico, el California Zephyr desviaría su recorrido, no iría por las Rocallosas sino por Wyoming, ya que estaban arreglando vías en las montañas. No podía creer que todo esto pasaba justo el día en que había decidido abordar el tren. Pero no era la única desilusionada: una pareja había volado especialmente desde San Francisco para hacer el viaje y ver las Rocallosas. Como nada se podía hacer, me relajé y pensé que en una travesía diferente seguramente algo interesante veríamos. Mientras pensaba esto, arrancó el tren. Eran las 8 y media de la mañana. En un recorrido normal, el tren trepa los 2816 msnm y atraviesa la Divisoria Continental de Aguas por el túnel Moffat. Al salir se ve el centro invernal Winter Park y la pequeña localidad de Granby, puerta de entrada al Parque Nacional de las Montañas Rocallosas. A partir de allí surge el río Colorado, que nace al pie de este cordón montañoso y recorre más de 2300 kilómetros hasta desembocar en el Golfo de California. El tren acompaña al Colorado durante 380 kilómetros. En ese tramo se ve cómo el inicial angosto curso de agua se transforma en un ancho río luego de pasar los cañones Glenwood y Grand Junction. Una de las mejores etapas del trayecto es la sucesión de los cañones Byers, Gore, Red, Glenwood, De Beque y Ruby. Al llegar al Cañón Ruby, el tren se despide del río Colorado, entra a Utah y continúa hacia el oeste a través del desierto. Una vez más trepa hasta la cima de las montañas Wasatch a 2268 msnm para luego descender y llegar a Provo y Salt Lake City, capital del estado, fundado por los mormones en 1847.

CAMBIO DE RUMBO

En este viaje fuera de lo habitual varios nos acomodamos en el coche mirador (con grandes ventanales hasta el techo) para admirar el paisaje. Al dejar Denver ingresamos en una amplia y verde planicie llena de venados, con las Rocallosas a la izquierda. La formación tomó rumbo noroeste e ingresó a la inmensa y alta meseta que es el estado de Wyoming. El cambio fue inmediato, la aridez dominó el panorama durante horas y la monotonía sólo fue interrumpida por algunos búfalos y antílopes pastando en los campos. Sin lugar a dudas estábamos atravesando el estado menos poblado de Estados Unidos. A la hora del almuerzo fui al coche comedor y comprobé que los pasajeros seguían decepcionados (en especial cuando miraban a través de la ventanilla). De repente apareció un enorme y corpulento camarero que se hacía llamar “Mr B”. Pese a su intimidante presencia era muy cordial y en minutos hizo reír a todos. Estábamos comiendo cuando, con voz seria y profunda, Mr B dijo: “Atención por favor, miren a su izquierda e imaginen el hermoso río Colorado corriendo a través de las Montañas Rocallosas” (cuando en realidad no había otra cosa más que una chata y desértica llanura). Luego pasamos entre medio de dos interminables trenes de carga (de los muchos que pasaríamos durante todo el viaje) y Mr B dijo: “Ahora estamos atravesando el Gran Cañón”.
Green River fue la primera parada donde nos permitieron bajar, ya que había que esperar operarios que debían sumarse al tren. En medio de un seco e intenso calor caminé hasta la locomotora, luego fui hasta el último coche y le pedí a un pasajero que me sacara una foto junto al tren. Su nombre era Mark y gracias a él mi percepción del viaje se transformó totalmente. Este apasionado de la historia sabía del cambio de recorrido y había viajado expresamente para hacer el tramo Denver-Salt Lake City a través de Wyoming. Así supe que este recorrido era muy especial históricamente y que muy pocas veces al año se hace para pasajeros. Mark me explicó que viajábamos por el trazado del primer ferrocarril transcontinental, es decir, la primera línea que unió el este y el oeste de Estados Unidos yendo de la ciudad de Omaha (en el este, en Nebraska) a Sacramento (en el oeste, California). Este tren (la mayor proeza tecnológica estadounidense del siglo XIX) fue un cambio revolucionario en el Viejo Oeste y su construcción requirió enormes hazañas de ingeniería. Las compañías involucradas fueron la Union Pacific (con 1749 km de vías) y la Central Pacific (con 1110 km). Para semejante empresa trabajaron miles de inmigrantes (chinos en su mayoría). En Sierra Nevada las obras se complicaron y fue necesario construir túneles, lo cual dilató la tarea. Por su parte, la Union Pacific avanzó más rápido por las llanuras, pero al entrar en territorio indio todo se retrasó. Los nativos veían en el ferrocarril una violación de sus tratados con Estados Unidos y querían impedir el inevitable avance del “caballo de hierro” (así llamaban al tren).

DE SALT LAKE CITY A LA VERDE CALIFORNIA

Las horas volaron y el tren ya había entrado en las rojizas tierras de Utah. Al pasar Echo Canyon descendimos hasta ver las Montañas Wasatch (uno de los límites naturales del Valle de Salt Lake), luego Weber Canyon con una espléndida vista del río homónimo y finalmente entramos en el valle y cuna de los mormones. Al ir por Wyoming, el terreno plano hizo que el tren fuera más rápido y llegamos tres horas antes de lo estipulado, tiempo suficiente para una breve visita a la ciudad. Pasadas las 23 horas, el California Zephyr se puso en movimiento y atravesó el largo puente que cruza el lago salado iluminado por una gran luna llena. Mientras dormíamos entró al desierto de Nevada, donde permaneció hasta la mañana siguiente. Al despertar, el tren estaba parado en Winnemucca y, si bien ya era de día, el paisaje era monótono y todo el pasaje seguía durmiendo. Al pasar Reno, frontera con California, todo cambió en minutos y el verde se apoderó del terreno. Al entrar a Sierra Nevada miles de pinos invadieron las laderas mientras manchones de nieve coronaban las montañas. Una sucesión de curvas y túneles nos entretuvo por largo rato con excelentes vistas del tren y la locomotora. Llegamos al Blue Canyon, luego al río Truckee, donde se podía ver la interestatal 80 y, por último, un hermoso espejo de aguas azules, el lago Donner. El paisaje siguió igual hasta el Valle de Sacramento, la parte norte del Valle Central de California. En este valle de 600 kilómetros de largo se concentra la mayor parte de la agricultura del estado. No bien dejamos la estación de Sacramento cruzamos el puente que atraviesa el impresionante río que da nombre a la capital de California. Al llegar a la bahía de Suisun (brazo norte de la bahía de San Francisco, donde desembocan el Sacramento y el río San Joaquín) vimos viejos barcos abandonados de la Segunda Guerra Mundial. Continuamos por el estrecho de Carquinez hasta la penúltima estación, Martínez, ubicada en el extremo sur del estrecho. La ansiedad por llegar se sentía en el aire, pero la intrincada geografía de las bahías y el mar era un espectáculo imperdible. El último tramo lo hicimos paralelos al mar, en medio de la neblina típica del verano en San Francisco y vislumbrando las siluetas de los puentes colgantes. Finalmente paró en Emeryville y todos nos saludamos con alegría: ¡habíamos llegado a la meta! La escasez de combustible para autos durante la Segunda Guerra Mundial hizo que el transporte ferroviario de pasajeros diera un gran salto. Cada tramo del California Zephyr era de una compañía distinta: Chicago, Burlington and Quince Railroad, Rio Grande Western Railroad y Western Pacific Railroad. Se inauguró el 19 de marzo de 1949 y el tren fue un éxito hasta que en los ‘60 la actividad ferroviaria decayó. El California Zephyr hizo su último viaje el 22 de marzo de 1970. Con aviones y autopistas, el servicio terminó de derrumbarse y las compañías no querían continuarlo. Así nació Amtrak (contracción de American Track) en 1971 y 20 de las 26 empresas ferroviarias le cedieron sus servicios de pasajeros.

A partir de la “era Amtrak” apareció el San Francisco Zephyr y recién en 1983 Amtrak volvió a operar el “nuevo” California Zephyr. Su ruta es un híbrido entre la original y la del San Francisco Zephyr. Y desde el año 2000 la frecuencia volvió a ser diaria.

11.12.2007

Un Transantiago del siglo XIX

Aunque la idea del tren Santiago-Valparaíso era bastante antigua, el avance había sido muy lento.Un grupo se había embarcado en 1852, pero fue un fiasco.
Diego Portales afirmaba que el principal problema del Chile era que fallaba "el resorte de la máquina". Con esto se refería a que a pesar de que nuestro país contaba con muchos chilenos entusiastas, inteligentes, honestos fallaba el principal resorte: la iniciativa y la energía para vencer las adversidades. Según Portales, los chilenos teníamos una desgraciada tendencia a dejarnos vencer fácilmente por las malas noticias. Pues bien, apenas 20 años después de su muerte, se produjo un evento que ilustró cómo fallaba este "resorte humano". A partir del éxito del primer ferrocarril construido en Chile (Copiapó-Caldera, en 1853, con capitales, tecnología e ingenieros norteamericanos) se pensó en trazar líneas en el corazón de la patria. Una de estas líneas era el ferrocarril al sur, y la otra, el tren Santiago-Valparaíso. El primero, al menos en las etapas iniciales correspondientes al tramo Santiago-Rancagua-San Fernando, fue relativamente fácil de concretar, porque el trazado seguía el valle central, con pocos obstáculos geográficos (aunque cruzar el Maipo fue el hito difícil). En 1862, el ferrocarril hacia el sur estaba en curso. Pero la situación del Santiago-Valparaíso fue diametralmente opuesta, debido a que había que cruzar la Cordillera de la Costa. Aunque la idea del tren Santiago-Valparaíso era bastante antigua (¡la primera petición de concesión fue en 1845!) el avance había sido muy lento. Un grupo de inversionistas se había embarcado en el negocio en 1852, pero el resultado fue un fiasco gigantesco. Este negocio se parecía al Transantiago actual: se consideró que su realización era un gran logro y el proyecto se desarrolló como una asociación entre privados y el Estado, siendo el segundo dueño de 50% de las acciones; el 50% restante estaba en manos de grandes capitales de la época, entre ellos de Matías Cousiño. Como el Transantiago, existieron varios planes para el trazado del tren, a lo menos tres modelos (en lenguaje moderno). Un trazado por Casablanca-Melipilla, otro por las cuestas de Zapata y Lo Prado (actual Ruta 68) y el tercer trazado siguiendo la ruta Valparaíso, Viña, Quillota, Llayllay, Cuesta de Montenegro, Tiltil. Finalmente fue escogida esta última alternativa, y en 1853 se dio la luz verde para la construcción del tren. Pero, al igual que nuestra debacle de 2007, la mala planificación se hizo notar desde el inicio. Temas centrales, como la geología del terreno, no habían sido estudiados, por lo que los recursos financieros en principio considerados fueron insuficientes. Sólo en 1855 se pudo inaugurar el tren Valparaíso-Viña (apenas siete kilómetros de longitud), mientras segmentos aislados eran construidos cerca de Quillota. Para 1857 el colapso fue total. Sólo se había construido 20% de la vía, los inversionistas se deprimieron y se rehusaron a poner más fondos propios. Para colmo los técnicos norteamericanos a cargo del proyecto se habían ido (o habían muerto); es decir, falló el resorte máquina. Por su parte, la prensa de la época empezó a molestar al Gobierno debido a la ineficiencia en el desarrollo de este ambicioso proyecto, que todos veían como de importancia estratégica para el futuro del país. El descalabro era total y las causas similares a las que hoy aquejan al Transantiago: mala planificación, pésima ejecución, falta de capital y un espíritu derrotista de proporciones cosmológicas. Ante este panorama, el ministro del Interior, Antonio Varas, realizó gestiones para revertir la situación: recompró las acciones a los inversionistas privados, por lo que el Estado pasó a ser dueño de todo el proyecto, en lenguaje del Chile de 2007, nacionalizó el sistema. La gestión más importante fue entregar a un dinámico aventurero-estafador-filántropo-emprendedor estadounidense, Henry Meiggs, el término de la obra. El acuerdo con Meiggs fue sobre la base de desempeño. El Estado le traspasó dos millones de pesos para operar y Meiggs se comprometió a terminar la tarea en un período de tres años. Por cada mes de retraso, él pagaría una multa al Estado y por cada mes de adelanto, recibiría un suculento bono. Con este arreglo, en 1861, Meiggs se puso manos a la obra con entusiasmo yanqui. En vez de dirigir la operación desde cómodas oficinas en Santiago o en Valparaíso, se instaló, junto con los ingenieros, en el lugar mismo de las faenas. Prohibió el castigo corporal a los peones y acuñó la frase "al roto chileno; justicia, porotos y paga". Con esta lógica y sus dotes de liderazgo, hizo lo imposible: completó el tren en 1863, sólo dos años después de firmado el convenio inicial con Varas. Fue gracias a este adelanto temporal que Meiggs pudo obtener pingues ganancias, habiendo arriesgado una multa gigantesca si los trabajos hubiesen demorado más de lo previsto. Meiggs fue capaz de realizar en dos años lo que los genios locales no hicieron en casi ocho. El costo final del tren fue de once millones de pesos oro, contra los cuatro originalmente presupuestados. Los paralelismos entre la construcción del Santiago-Valparaíso y la implementación del Transantiago son notables, desde el voluntarismo basal, la mala planificación inicial, la pésima implementación, el salvataje financiero proveniente del fisco, y el sobre costo del sistema. Desgraciadamente, en las soluciones no existe paralelismo. Antonio Varas era un político genial y la suerte estaba de su lado. Por azares del destino, Meiggs había llegado a Chile en 1853: un personaje mezcla compleja de aventurero, ingeniero y hombre de acción. En Perú, sus acciones fueron legendarias aunque definitivamente más allá de lo ético. Meiggs logró, usando el lenguaje del siglo XXI, implementar una versión decente del plan de Trans-Santiago-Valparaíso. Claro que para enfrentar el gran desafío tuvo que innovar en varios frentes. Tal vez su innovación más importante fue vivir con sus peones, es decir con el roto chileno. Se dice que la fiesta del 1 de enero de 1863, organizada y pagada por Meiggs, fue apoteósica, duró tres días, porque el 31 de diciembre (el mismo día que queremos dar feriado este año) todos trabajaron hasta caer exhaustos para abrir el túnel de El Tabón. Además trató a sus peones con dignidad. No por nada Meiggs, en el discurso de inauguración del tren pudo decir: "Yo he tratado a mis trabajadores como hombres, no como perros, como se acostumbra, porque son gente buena". Sospecho que es en este punto, esencial, donde más divergen los paralelismos. En la actualidad los problemas del Transantiago se transan en oficinas llenas de abogados y generadores de imágenes, donde sólo se habla de contratos, dineros prometidos y costos políticos. Parece que ni los usuarios ni los trabajadores del sistema son escuchados en esta discusión. Me pregunto entonces si los que deciden los destinos del Transantiago, y por extensión los destinos del Gobierno y de esta coalición política, del ministro hacia abajo, pasando por los "grandes" capitanes de la industria del software y de las finanzas, ¿se habrán tomado la molestia de esperar modestamente en el paradero y subirse anónimamente a una micro, en los últimos meses?

6.16.2006

EN EL TREN: TEMA RECURRENTE

El tren abandona puntualmente el hangar de la estación y antes de llegar a campo abierto deja atrás paredones chamuscados, depósitos, fábricas, bardas podridas de jardincitos traseros con latas de geranios.

El viajero contempla por la ventanilla matorrales y arboledas, carrizales, pardos rastrojos y las primeras colinas verdes donde se ondula el trigo o la alfalfa. Ahora una llanura tapizada de flores moradas y amarillas se diluye a lo lejos en el humo de unos montes azules y el zumbido agradable del tren se funde muy bien con el silencio del vagón.

El sosiego del paisaje sume al viajero en un placer de dulces sensaciones olvidadas, pero en ese momento en el vagón suena el primer teléfono móvil con una musiquilla de pasodoble y la voz algo cascada de una señora entrada en años se apodera de todo el espacio. Primero pregunta cómo sigue la urea de su prima, que en los últimos análisis le había salido muy alta, y a continuación comienza a relatar con todo pormenor la operación de vesícula a la que acaba de ser sometida. El viajero se entera del nombre del cirujano, de lo borde (¿rica o penca?) que era una de las enfermeras, de algunos puntos de la cicatriz que todavía le supuran.
El tren ha alcanzado ya la velocidad de 250 kilómetros por hora y se va tragando terraplenes con amapolas, valles húmedos donde pace el ganado y riachuelos que espejean entre hileras de hayas plateadas. En el vagón se establece un breve interludio de paz y el paisaje acapara de nuevo la mente del viajero hasta más allá de los prados. Suena otro móvil. Un señor muy cabreado le chilla a su socio que el cheque de Milán no tiene fondos y que a este paso la empresa se va a declarar en suspensión de pagos. A estos gritos se superpone otra llamada: una madre le dice a su hija que vaya a la cómoda y que abra el tercer cajón, ¿ya?, que allí encontrará su jersey, el rojo no, el azul, ¿ya? y las braguitas.
El tren es de alta tecnología, pero el aire del vagón y limpieza de la velocidad se hallan contaminadas por un parloteo anodino o grasiento, siempre insoportable. A través de la ventanilla insonorizada el paisaje despliega la suavidad de un silencio muy puro. El viajero ahora contempla un lago apacible al pie de unos montes con los picostodavía nevados y también unos huertos llenos de frutos, mientras en elasiento de allado alguien cuenta que acaba de expulsar una piedra del riñón del tamaño de un garbanzo y que la operación de hernia discal la dejará para más adelante. Lejos se ven nubes de lluvia sobre barbechos y campos cosechados.
MANUEL VICENT/EL PAÍS, ESPAÑA/28 mayo 2006

4.14.2006

SALUD POR HERVI

Si algo faltaba por agregar, es que, además de todos los méritos de todos reconocidos, Hernán Vidal, flamante Premio Altazor, tiene profundos lazos ferroviarios provenientes de su padre que fue funcionario de Ferrocarriles, por ende es ferrófilo y conservacionista de corazón y lo demuestra cada vez que colabora generosamente, ya sea con la revista de la Dibam o la revista En Tren.
Gracias colega y amigo (como en las antiguas micros).

9.05.2005

Lucho en la Lucha

Desde los lejanos años 70, Lucho Albornoz junto a los hermanos Vicente y Antonio Larrea crearon la gráfica emblemática colorida de los discos para el sello Dicap, afiches callejeros y tantas otras piezas gráficas que se han transformado en definitoria de toda una época. Después de cerca de treinta años de haber trabajado con Larrea, Lucho Albornoz da un giro vital en su vida encauzándose como diseñador gráfico independiente. Se le puede contactar en el mail: hvdesign@vtr.net

9.02.2005

El Conductor Millonario

Un inversor de éxito vive su amor a los trenes en una línea de Nueva Jersey. Hay aficionados a los trenes y aficionados a los trenes, y luego está Walter O'Rourke. Una tarde, en la estación de Pennsilvania, O'Rourke, un revisor del Nueva Jersey Transit, abrió las puertas de su tren y una riada de codos y maletines, mochilas y periódicos entró apresuradamente. Con su gorra de gendarme ladeada y las gafas resbalándole de la nariz, O'Rourke sonrió y dijo: "No hay ningún otro sitio en el que me guste más estar". No estaba bromeando. De hecho, hay muchos otros sitios donde O'Rourke, de 65 años, podría haber estado. Podría haber estado en su cabaña de madera de Towsend, Delaware, que se alza en medio de 57 hectáreas. Podría haber estado en una de sus dos casas de Florida. O podría haber estado dirigiendo su propia línea de ferrocarril, la que tiene en Virginia occidental. Pero aquí estaba, un millonario de los negocios, de las inversiones en seguros y bienes inmuebles, picando billetes en un tren de cercanías. "No necesito el dinero", explica, "necesito el empleo". Walter Joe O'Rourke, que nunca contrajo matrimonio, está casado con las vías. A pesar de haber ganado más de un millón y medio de euros el año pasado con sus inversiones, va traqueteando como revisor de tren, para recibir un salario base de 40.000 euros al año. "Una bagatela", dice O'Rourke. "Pero me permite hacer lo que más me gusta". Nacido el 14 de diciembre de 1939 en Forth Worth, O'Rourke proviene de una familia de ferroviarios. Siendo estudiante en Miami, donde se crió, se ofreció voluntario para trabajar en el Museo del Ferrocarril Gold Coast de la ciudad universitaria, empleando horas en ayudar a restaurar el equipamiento y haciendo de cobrador en los trenes que recorrían un corto tramo de vía. Después de tres años en el ejército, O'Rourke se matriculó en Derecho en la Universidad Little Rock. "Sabía que lo que yo quería era emprender mi propio negocio", afirmaba, "así que solamente me apunté a las asignaturas que me parecía que podrían servirme para gestionar los contratos y temas relacionados". Dos años más tarde, aquella estrategia rindió sus frutos. O'Rourke, que entonces tenía 30 años y trabajaba para el Estado de Arkansas, invirtió 80.000 dólares en la compra de H&W Railway Contractors, una pequeña empresa que reparaba vías de tren en Arkansas y Tejas. En 1971 llegó el tren de O'Rourke. Una empresa más grande le compró el negocio por un millón de dólares de los de entonces. Empezó a invertir en bienes inmuebles. En el año 1978, cuando O'Rourke vivía cómodamente de sus inversiones, se fijó en un anuncio de un periódico: la Compañía Petrolífera Árabe Americana buscaba un asesor para los ferrocarriles saudíes. Ante la oportunidad de reavivar su primer amor, con 110.000 dólares al año, O'Rourke pronto hizo las maletas. Durante 10 años supervisó una línea de mercancías que transportaba petróleo desde el puerto de Damman, en el golfo Pérsico, hasta Riad. En 1988 volvió a Delaware y a su cabaña de troncos. Durante 10 años mantuvo un empleo de bajo sueldo como revisor de la línea de ferrocarril entre Maryland y Delaware. En 1997, O'Rourke hizo realidad su gran sueño. Se convirtió en el principal accionista de Durbin & Greenbrier Valley Railroad. O'Rourke ingresó en Nueva Jersey Transit como revisor en 1999, un empleo del que se jubilará este mes. "Siempre quise trabajar en una línea real, profesional", explicó. "Me doy cuenta de que algunas personas, especialmente algunos de mis compañeros de trabajo, pueden considerarme un perro verde", señala O'Rourke, echando unas gotas de aceite a su nueva locomotora. "¿Pero quién ha dicho que un hombre no pueda amar lo que hace para ganarse la vida?".