11.12.2007

Un Transantiago del siglo XIX

Aunque la idea del tren Santiago-Valparaíso era bastante antigua, el avance había sido muy lento.Un grupo se había embarcado en 1852, pero fue un fiasco.
Diego Portales afirmaba que el principal problema del Chile era que fallaba "el resorte de la máquina". Con esto se refería a que a pesar de que nuestro país contaba con muchos chilenos entusiastas, inteligentes, honestos fallaba el principal resorte: la iniciativa y la energía para vencer las adversidades. Según Portales, los chilenos teníamos una desgraciada tendencia a dejarnos vencer fácilmente por las malas noticias. Pues bien, apenas 20 años después de su muerte, se produjo un evento que ilustró cómo fallaba este "resorte humano". A partir del éxito del primer ferrocarril construido en Chile (Copiapó-Caldera, en 1853, con capitales, tecnología e ingenieros norteamericanos) se pensó en trazar líneas en el corazón de la patria. Una de estas líneas era el ferrocarril al sur, y la otra, el tren Santiago-Valparaíso. El primero, al menos en las etapas iniciales correspondientes al tramo Santiago-Rancagua-San Fernando, fue relativamente fácil de concretar, porque el trazado seguía el valle central, con pocos obstáculos geográficos (aunque cruzar el Maipo fue el hito difícil). En 1862, el ferrocarril hacia el sur estaba en curso. Pero la situación del Santiago-Valparaíso fue diametralmente opuesta, debido a que había que cruzar la Cordillera de la Costa. Aunque la idea del tren Santiago-Valparaíso era bastante antigua (¡la primera petición de concesión fue en 1845!) el avance había sido muy lento. Un grupo de inversionistas se había embarcado en el negocio en 1852, pero el resultado fue un fiasco gigantesco. Este negocio se parecía al Transantiago actual: se consideró que su realización era un gran logro y el proyecto se desarrolló como una asociación entre privados y el Estado, siendo el segundo dueño de 50% de las acciones; el 50% restante estaba en manos de grandes capitales de la época, entre ellos de Matías Cousiño. Como el Transantiago, existieron varios planes para el trazado del tren, a lo menos tres modelos (en lenguaje moderno). Un trazado por Casablanca-Melipilla, otro por las cuestas de Zapata y Lo Prado (actual Ruta 68) y el tercer trazado siguiendo la ruta Valparaíso, Viña, Quillota, Llayllay, Cuesta de Montenegro, Tiltil. Finalmente fue escogida esta última alternativa, y en 1853 se dio la luz verde para la construcción del tren. Pero, al igual que nuestra debacle de 2007, la mala planificación se hizo notar desde el inicio. Temas centrales, como la geología del terreno, no habían sido estudiados, por lo que los recursos financieros en principio considerados fueron insuficientes. Sólo en 1855 se pudo inaugurar el tren Valparaíso-Viña (apenas siete kilómetros de longitud), mientras segmentos aislados eran construidos cerca de Quillota. Para 1857 el colapso fue total. Sólo se había construido 20% de la vía, los inversionistas se deprimieron y se rehusaron a poner más fondos propios. Para colmo los técnicos norteamericanos a cargo del proyecto se habían ido (o habían muerto); es decir, falló el resorte máquina. Por su parte, la prensa de la época empezó a molestar al Gobierno debido a la ineficiencia en el desarrollo de este ambicioso proyecto, que todos veían como de importancia estratégica para el futuro del país. El descalabro era total y las causas similares a las que hoy aquejan al Transantiago: mala planificación, pésima ejecución, falta de capital y un espíritu derrotista de proporciones cosmológicas. Ante este panorama, el ministro del Interior, Antonio Varas, realizó gestiones para revertir la situación: recompró las acciones a los inversionistas privados, por lo que el Estado pasó a ser dueño de todo el proyecto, en lenguaje del Chile de 2007, nacionalizó el sistema. La gestión más importante fue entregar a un dinámico aventurero-estafador-filántropo-emprendedor estadounidense, Henry Meiggs, el término de la obra. El acuerdo con Meiggs fue sobre la base de desempeño. El Estado le traspasó dos millones de pesos para operar y Meiggs se comprometió a terminar la tarea en un período de tres años. Por cada mes de retraso, él pagaría una multa al Estado y por cada mes de adelanto, recibiría un suculento bono. Con este arreglo, en 1861, Meiggs se puso manos a la obra con entusiasmo yanqui. En vez de dirigir la operación desde cómodas oficinas en Santiago o en Valparaíso, se instaló, junto con los ingenieros, en el lugar mismo de las faenas. Prohibió el castigo corporal a los peones y acuñó la frase "al roto chileno; justicia, porotos y paga". Con esta lógica y sus dotes de liderazgo, hizo lo imposible: completó el tren en 1863, sólo dos años después de firmado el convenio inicial con Varas. Fue gracias a este adelanto temporal que Meiggs pudo obtener pingues ganancias, habiendo arriesgado una multa gigantesca si los trabajos hubiesen demorado más de lo previsto. Meiggs fue capaz de realizar en dos años lo que los genios locales no hicieron en casi ocho. El costo final del tren fue de once millones de pesos oro, contra los cuatro originalmente presupuestados. Los paralelismos entre la construcción del Santiago-Valparaíso y la implementación del Transantiago son notables, desde el voluntarismo basal, la mala planificación inicial, la pésima implementación, el salvataje financiero proveniente del fisco, y el sobre costo del sistema. Desgraciadamente, en las soluciones no existe paralelismo. Antonio Varas era un político genial y la suerte estaba de su lado. Por azares del destino, Meiggs había llegado a Chile en 1853: un personaje mezcla compleja de aventurero, ingeniero y hombre de acción. En Perú, sus acciones fueron legendarias aunque definitivamente más allá de lo ético. Meiggs logró, usando el lenguaje del siglo XXI, implementar una versión decente del plan de Trans-Santiago-Valparaíso. Claro que para enfrentar el gran desafío tuvo que innovar en varios frentes. Tal vez su innovación más importante fue vivir con sus peones, es decir con el roto chileno. Se dice que la fiesta del 1 de enero de 1863, organizada y pagada por Meiggs, fue apoteósica, duró tres días, porque el 31 de diciembre (el mismo día que queremos dar feriado este año) todos trabajaron hasta caer exhaustos para abrir el túnel de El Tabón. Además trató a sus peones con dignidad. No por nada Meiggs, en el discurso de inauguración del tren pudo decir: "Yo he tratado a mis trabajadores como hombres, no como perros, como se acostumbra, porque son gente buena". Sospecho que es en este punto, esencial, donde más divergen los paralelismos. En la actualidad los problemas del Transantiago se transan en oficinas llenas de abogados y generadores de imágenes, donde sólo se habla de contratos, dineros prometidos y costos políticos. Parece que ni los usuarios ni los trabajadores del sistema son escuchados en esta discusión. Me pregunto entonces si los que deciden los destinos del Transantiago, y por extensión los destinos del Gobierno y de esta coalición política, del ministro hacia abajo, pasando por los "grandes" capitanes de la industria del software y de las finanzas, ¿se habrán tomado la molestia de esperar modestamente en el paradero y subirse anónimamente a una micro, en los últimos meses?

4 comentarios:

pablo dittborn dijo...

hey,visita mi blog

Unknown dijo...

Bieeen! Buen texto. Ahora solo falta que sigas con este blog!

cheche dijo...

Brillante artìculo-
Sólo quisiera decir que el tren entre Copiapò y Caldera, fue en 1851 y no en 1853 como se lee. Esto no invalida la crítica fundada y excelentemente planteada. Un placer leer esto gracias al link de la momia roja.
CHECHE. Rosario - Argentina
www.chechelopez.blogspot.com
cheche@argentina.com

curso carnet carretillero dijo...

Buen artículo